Si aceptamos la definición de Nación–Estado que hace la “Blackwell Encyclopaedia of Political Institutions”, España es en estos momentos un estupendo ejemplo de lo que el nacionalismo étnico (vasco, catalán y gallego), reinventado y realimentado desde el poder político, puede conseguir en muy corto espacio de tiempo: la desmembración del Estado y el nacimiento de una serie de naciones que, por su propia dinámica en busca y defensa de una identidad étnica, cultural y lingüística, busquen la independencia de lo que hasta este momento consideran ha sido la etnia y cultura dominante: la castellana.
Dado que en España, además y en base a lo que se consideró “necesidad coyuntural” se decidió y aprobó aquello del “café para todos” en 17 autonomías que han ido fortaleciéndose y cobrando conciencia de sí mismas, ya sea desde el artículo 151 o desde el 143 de la Constitución, con etnia y cultura diferenciada o sin ella, como nadie va a querer ser menos que nadie, lo que aparece en el inmediato futuro es un Estado con 17 Naciones cuya integración va a resultar enormemente difícil.
Nos movemos -no la sociedad en su conjunto o la ciudadanía, sí los cuatro poderes admitidos en las modernas democracias: ejecutivo, legislativo, judicial y mediático- en una espiral de acción y reacción en la que nadie es capaz de fijar un resultado. Ni desde el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que se muestra imparable en las encuestas tras la “paz” de ETA; ni desde la oposición popular de Mariano Rajoy, que se enfrenta a la “misión imposible” de liderar al conjunto de derechas que desde Gil Robles a José María Aznar sólo se sintieron unidas y cómodas en la detentación del poder; ni mucho menos desde los nacionalismos del PNV vasco, la CiU catalana y el BNG gallego, se sabe el final del camino emprendido, y ni siquiera si ese final dejará satisfechos a los propios caminantes que lo han emprendido.
En la edición de 1987, al abordar los problemas históricos que se derivan del buen o mal “casamiento” de los dos conceptos: estado y nación, uno que parte de la política y el territorio, y otra que se basa en la historia y la cultura, hay unas líneas de la Blackwell que merecen ser reproducidas : “la gran mayoría de las llamadas naciones-estado son de composición poliétnica y podrían ser descritas más adecuadamente como estados-naciones….(existen) comunidades étnicas minoritarias de importancia, muchas de las cuales son políticamente activas y reacias a aceptar la cultura y ascendencia de la etnia dominante. En estos casos la posibilidad de adquirir el status de nación-estado parece remoto. Los estados occidentales más avanzados tienen más posibilidades de conseguirlo, pero puede que tengan que soportar divisiones étnicas profundas, como en el caso de España, Bélgica y Canada.” Están escritas hace 20 años pero su rabiosa actualidad es innegable.
Buscar un motivo o razón histórica sobre la que basar un argumento político de corte étnico y nacionalista en España es bien fácil. Entre otras poderosas razones porque nos han atravesado de parte a parte y durante siglos romanos, cartagineses, visigodos, suevos, vándalos, alanos, árabes de distinto signo y “cristianos” que construyeron a trancas y barrancas, con Juras y Declaraciones la Nación-Estado que hemos conocido. Basta con quedarse en una fecha, en un pueblo conquistador o en una figura legendaria para articular toda una ristra de razones por las que cada rincón de España pueda ser llamado Nación. Y si no bastara, pues retrocedemos en el tiempo y nos vamos a íberos, celtas y tartesos y santas pascuas.
El reino de Navarra no era lo que es hoy Navarra. El reino de León tuvo más fuerza inicial que el de Castilla. El de Aragón se extendió más allá de Cataluña. Y así añadamos el de Galicia, las divisiones de los reinos andalusíes, el de Murcia, el de Valencia y hasta el mucho más moderno cantón de Cartagena. Si de cortar se trata, de un traje se pueden sacar muchas piezas.
Recuerdan (sin comprometerse en la acción) Felipe González y Alfonso Guerra que llevamos 500 años preguntándonos quiénes somos, mirándonos el ombligo, reinventándonos a nosotros mismos a la mínima oportunidad. Convertida España en una partera que trajera al mundo nación tras nación por no haber puesto el diálogo por delante del garrote o la espada. Y dice el conde de Godó, catalán, liberal y propietario de La Vanguardia, que está hasta el gorro del Estatut. Lo mismo podrían decir y seguro que dicen millones de españoles que no son condes, ni catalanes y a lo mejor ni siquiera liberales, pero que están hasta el gorro de ver cómo la clase política de todos los colores no deja de mirarse su ombligo y buscar su trocito de poder como cabezas de ratones. La Europa de Hamelin se frota la flauta.
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