
El rostro de Carabanchel
La piqueta convertirá dentro de unos meses en escombros una de las caras más sombrías del franquismo en Madrid: la cárcel de Carabanchel. El otro vestigio de la dictadura, la temida DGS, se transmutó hace tiempo en Real Casa de Correos, para acoger el poder de una autonomía que acaba de cumplir un cuarto de siglo siendo crisol cultural y desastre urbanístico, al que el Gobierno se apresta ahora a poner su particular granito de arena especulativo con la construcción de viviendas en tan emblemático recinto carcelario (el otro epicentro fue Burgos).
La desaparición del centro penitenciario que albergó durante décadas a ilustres representantes de la resistencia franquista, historia viva algunos de ellos como Marcelino Camacho o Nicolás Sartorius, enterrará entre sus cascotes una forma de entender la vida y la política que dista mucho, demasiado, de la actual.
La utopía encerrada en Carabanchel tiene contados ya los días, para dar paso a lo que en los últimos años ha sido el becerro de oro, mejor dicho el rojizo del ladrillo, que los ciudadanos han idolatrado, e idolatran, aunque ello haya supuesto firmar una cadena perpetua para sus vidas.
La caja registradora de la construcción, que no sólo ha alumbrado multimillonarios, sino que ha movido también la economía de todo el país, y como no de la Comunidad de Madrid, sonará según se horaden los cimientos de celdas y calabozos, en una nueva demostración de que nada es viable, ni hospital ni equipamientos para este barrio carabanchelero, si no se levantan nuevas torres de hormigón y ladrillo. Cosas de la nueva y depredadora sociedad que nos acoge, sostenida en discursos políticos como los de la ministra de Vivienda, Beatriz Corredor, que alienta a la compra de una vivienda para frenar la caída del sector, pero demostrando un espantoso desconocimiento de una realidad que imposibilita, cada día más, al sufrido mileurista acceder a un crédito bancario que, por otra parte, certificaría la defunción de su frágil economía.
Son, sin duda, otros tiempos, en los que las canas y una historia no tan lejana están “demodé” y los otrora disidentes de la dictadura se convierten por arte del presidente de la Mesa del Congreso, José Bono, en peligrosos desestabilizadores del sistema democrático con tan sólo enarbolar una bandera republicana en una acto que intentaba reconocer su aportación, trabajada con años de cárcel, ostracismo y vejaciones, al alumbramiento de la actual democracia. Manda bemoles.
Sólo el líder de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares, ha protestado ante tan penoso asunto, que convirtió a respetables octogenarios en subversivos radicales (adjetivo que tanto gusta aplicar a todos aquellos disconformes con lo que acontece). Y es que lo que se lleva ahora, trabajado magistralmente por la clase política en los últimos treinta años, es seguir la senda marcada por el poder desde la más absoluta sumisión. Como píldoras de la felicidad debemos digerir que la crisis económica no es más que una “recesión puntual” (Solbes, sic), que cuanto más se hunda el poder adquisitivo de los ciudadanos, antes se recuperarán, según la sabiduría académica de Miguel Sebastián. Que todo lo que no sea decir “si bwana” a las ideas de Bibiana Aido es machismo recalcitrante y que dudar que el PP tenga remedios para los actuales males es poco menos que suscribir el reclamo del señor de la ceja.
Lo dicho, caen los muros de Carabanchel (por cierto que los mismos ladrillos habrían servido para hospital, centro de estudios o instalaciones municipales. Ahí está si no el ejemplo de los cuarteles de artillería de Getafe convertidos en recinto universitario, claro que aquello eran otros tiempos) y en el horizonte sólo hay orfandad de compromisos y de ideas. Los últimos mohicanos de ese otro tiempo, achacosos pero con el orgullo intacto, pudieron el pasado fin de semana saborear, quizá por última vez, todo aquello que pudo ser y no fue.