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De vueltas por el mundo

El terrorista como periodista

La última hornada de fanáticos terroristas han hecho de las nuevas tecnologías, el cine y la televisión una forma de propaganda. El que más me llama la atención es Taysir Alony. Influye mucho que va de reportero audaz, pero también que es más presumido que un ‘quinto mal hecho’.
El fiscal Pedro Rubira, que pide una “sentencia ejemplar” para los 24 integrantes de la célula española del 11-S, reconoce que tuvo dudas respecto a la culpabilidad del periodista de Al Yazira, pero que se le despejaron cuando el propio Alony reconoció tener “una íntima relación con Al Qaeda”.

Yo no he albergado la mínima duda. Desde la primera vez que me topé con él, en Afganistán, tuve el pálpito de que era más culpable que Judas. De los 74.337 años de cárcel que el fiscal quiere endosar a los malvados, a Taysir no le caerán ni ocho, en el peor de los casos. Eso no impide que proliferen en esta profesión quienes proclaman a los cuatro vientos su inocencia.

El hombre de Al Yazira, que comenzó su carrera periodística haciendo traducciones en la delegación de la Agencia EFE en Granada, es un producto típico de la nueva generación de terroristas islámicos. Quizá sea un simple colaborador, o un ambicioso seducido por el afán de notoriedad, pero encarna valores y actitudes que caracterizan la última hornada de fanáticos.

Hace ya medio año, en The New York Times, Michael Ignatieff escribió un artículo genial sobre el tema, donde subrayaba que los terroristas contemporáneos siempre han intentado explotar el poder de las imágenes.

Los que sean de mi generación, adicta al cine-club de colegio mayor, se acordarán de La batalla de Argel, la mejor película hecha sobre terrorismo. Yo ignoraba hasta hace poco que se rodó a instancias de un terrorista.

Saadi Yacef, líder de la célula del FLN en la kasbah de Argel que aplastaron los franceses en 1957, sobrevivió a la captura y, tras la independencia de Argelia, sugirió a Gillo Pontecorvo que hiciera una película basada en su vida. Yacef ayudó a producir el filme, e incluso se interpretó a sí mismo. Gracias a Dios, Pontecorvo era un genio y el resultado, en lugar de ser grosera propaganda, es una obra maestra que justifica los actos terroristas y, al mismo tiempo, muestra sin contemplaciones el coste de ese terrorismo, incluso para la causa que defiende.

Escribe Ignatieff que Yacef no fue más que el primer empresario teatral del terror. Detrás de él vino Lutiff Afif, jefe de la banda que secuestró a los atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich de 1972. Después hubo muchos actos de terror y multitud de jugadas propagandísticas, pero hasta hace muy poco los malvados no habían descubierto las virtudes aterradoras del video doméstico, mezclado con la universalidad de Internet.

Los alucinados de Alá entienden a las mil maravillas los mecanismos emocionales de la sociedad occidental y saben explotar las vulnerabilidades de un sistema en el que las noticias circulan con inmediatez y los periodistas compiten por la audiencia y la primicia.
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