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Sin ser vencido y sereno

Desde el inicio de nuestra actual democracia los sucesivos gobernantes que han ocupado La Moncloa se han apoyado de forma principal en dos países europeos: Alemania y Francia, dejando al resto de las grandes naciones en un segundo plano. Hoy, dentro de la crisis y con la presidencia europea dando mucho menos de sí de lo que pensaba Rodríguez Zapatero, y dentro de las lecturas más pausadas que propicia la Semana Santa, volver a uno de los libros de Memorias más clarificadores del siglo XX me ha permitido “entender” mejor lo que nos está ocurriendo a nosotros los españoles en este convulso y desgastado Viejo Continente.

En octubre de 1963 el hombre que había formado Gobierno tras las primeras elecciones democráticas desde el final de la II Guerra Mundial en la entonces Alemania Federal tenía que dimitir por la pérdida de apoyos del Gobierno. Tenía 87 años, se llamaba Konrad Adenauer, había logrado que Europa –sobre todo la Francia del general De Gaulle- “perdonase” al pueblo alemán las atrocidades cometidas por sus dirigentes nazis, había colocado a su país de nuevo a la cabeza del Viejo Continente; y todo ello gracias a su más que demostrada habilidad para sacar partido de cualquier situación por difícil que pareciera: para empezar la de sumar los votos parlamentarios de cuatro partidos y dejar a los socialdemócratas que habían ganado los comicios de 1949 fuera del poder por un solo voto de diferencia.

Estuvo catorce años creando de nuevo una nación y creando la futura Europa junto a Monnet, Schuman y De Gaspari. Pese a tener pactada su salida del poder con los liberales que le apoyaban su final político estuvo en las manos de un periódico, Der Spiegel, que destapó los escándalos y chanchullos de su Gabinete –mitad verdad, mitad mentira urdida desde los largos tentáculos de aquella poderosa KGB que “mandaba” en el lado de la otra Alemania– y que durante un año golpeó sin cesar en las ya maltrechas filas del centro derecha hasta conseguir su dimisión. En aquellos días los suyos, los más de los suyos, lograron que calara en la opinión pública una de sus mejores frases lapidarias: “ sin ser vencido y sereno”. Así aparece en sus Memorias y si la primera parte de la frase es totalmente cierta, la segunda, la serenidad no parece que respondiera al sentir del patriarca al que el periodista y escritor inglés Terence Cornelius Prittie había dedicado el sobrenombre de “Lázaro europeo”. Adenauer tenía la ambición, la soberbia y la arrogancia de creerse el mejor, de no tener que dar cuenta de sus actos a nadie salvo a Dios y que sus decisiones eran las que más convenían a sus conciudadanos en todo momento. Además, no perdonaba a los socialdemócratas británicos, los laboristas, que “dirigían” la recuperación alemana en Colonia que le hubieran expulsado de la alcaldía de su ciudad por “incompetente”.

El canciller de la Alemania de los milagros y la llegada masiva de inmigrantes conocía muy bien los resortes del poder, sabía de las traiciones, de las ambiciones, de los momentos en los que había que emplear la mano izquierda de los pactos y la mano derecha de los golpes. Pactó de inmediato con la Norteamérica de Harry Truman para lograr la llegada masiva de dólares y apoyos en la ONU a cambio de las bases en su territorio; y pacto con Charles De Gaulle para evitar que el presidente francés cerrara un acuerdo con la Unión Soviética de Nikita Kruschev y su hábil ministro de Exteriores, Andrei Gromyko, que hubiera representado una pinza estratégica en contra de la República Federal y a favor de la otra mitad de Alemania.

Fueron los propios dirigentes de su formación, la CDU, los que le “convencieron” de la necesidad de su retirada. Los mismos a los que había dedicado otra de sus letanías públicas: “En política hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido”. Una frase que han podido repetir la totalidad de los dirigentes políticos de cualquier lugar del mundo ,y en esta España de hoy tanto Rodríguez Zapatero como Mariano Rajoy.

Se marchó desde el poder por un escándalo de corrupción a mitad de camino entre la verdad y la mentira; por la presión insistente de un periódico dispuesto a no pasar página de ninguna de las informaciones que le llegaban y que encontraba un camino para investigar; por su propia egolatría al frente de su partido: por su forma de trabajar y de tratar a los que tenía debajo de él y que casi consideraba sus súbditos. Sus éxitos, que habían sido muchos, pasaron a un segundo plano. Los que le sucedieron no dudaron en aplicar lo mejor de sus enseñanzas para conservar el Gobierno pactando por la derecha y la izquierda hasta que seis años más tarde el alcalde del Berlín que había homenajeado a John F. Kennedy y dirigía a la oposición socialdemócrata logró que los acomodaticios liberales cambiaran de compañeros de viaje y se sumaran a la nueva mayoría. Willy Brandt alcanzó el poder, abrió Alemania hacia el Este, protegió a un desconocido socialista español que se llamaba Felipe González y tuvo también él que dimitir a favor de su ministro de Economía cuando la cadena de periódicos y revistas de Axel Springer comenzó a desvelar intimidades políticas y personales a través de la relación de confianza que el canciller mantuvo con quien aparecía como su mano derecha en su Secretaría personal, el espía topo que el jefe de la poderosa Stasi, el mítico Markus Wolf, había colado en la cúpula del poder alemán.

El escándalo desatado por el matrimonio Guillaume dejó bien claro que las alcantarillas de los gobiernos, aquello que está en el lado oscuro o menos claro del poder encierra en sí mismo la mejor forma de perderlo. Y no está mal terminar con otra frase, ésta de Willy Brandt: “Una situación es desesperada cuando empiezas a pensar que es desesperada”. Está claro que para nuestros líderes ese momento no ha llegado. Tal vez en octubre, tras las elecciones catalanas…
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