El procónsul de Bush
Bremer partía del supuesto de que la democracia echaría raíces en suelo iraquí, una vez eliminado el dictador, pero se equivocó. A mí me caía bien. No porque llevara siempre unas botas como las que uso yo en invierno y verano, sino porque apareció en Irak con unas credenciales espléndidas. Paul Bremer siempre sonreía.
Tenía 61 años cuando desembarcó en Bagdad como el procónsul de Bush, pero parecía no haber cumplido los 50. Iba siempre de traje, con corbata de seda, rodeado de guardaespaldas y a toda prisa. Llegaba con 23 años de servicio en el Departamento de Estado, con el marchamo de haber actuado como enviado especial del presidente Ronald Reagan y después de ejercer de embajador en Holanda.
Un currículo impresionante, que coronaba con la experiencia adquirida como presidente de la Comisión Nacional sobre Terrorismo y con una temporada en la Marsh Crisis Consulting, una firma que asesora a las empresas para gestionar crisis, desastres naturales y violencia en los centros de trabajo. Pocos había en el planeta con unas credenciales tan acrisoladas como las de Bremer para gestionar la turbulenta posguerra iraquí. Y sin embargo, la pifió desde el primer instante.
Nos dimos cuenta hasta nosotros y eso que los periodistas suelen ser de los que más tardan en enterarse de las cosas realmente importantes. Fue Bremer, el gran experto en geopolítica, quien disolvió las Fuerzas Armadas iraquíes y envió a sus casas, con una mano delante y otra detrás, a dos millones de hombres, todos entre la veintena y la cuarentena, todos entrenados en el arte de matar y casi todos nostálgicos de una época en que el uniforme les garantizaba casi todo.
Fue también Bremer quien suprimió los crueles servicios de Inteligencia de Sadam, el que despidió a los torturadores y el que prohibió a los antiguos miembros del Partido Baaz ejercer cargos públicos o buscar acomodo en la nueva Administración. Probablemente y con una ingenuidad impropia en alguien responsable de gestionar la existencia de millones de seres humanos, partía del supuesto de que la democracia echaría raíces y florecería sobre el suelo iraquí, una vez eliminado el dictador.
Es evidente que se equivocó, porque lo que hacía falta era mano dura y sus errores han costado ya la vida a 2.300 soldados norteamericanos y a 100.000 iraquíes, por lo menos.
Toda esa etapa ha servido a Bremer para escribir un libro, que a él le ha supuesto un beneficio de un millón de dólares y que a casi todo el mundo le ha producido dolores de cabeza. El procónsul de Bush no revela nada crucial, pero deja caer -con tan poco tacto como mala leche- veneno sobre unos cuantos.
Afirma que fue un chivo expiatorio de Bush durante los trece meses que mandó -y mandó mucho- en Bagdad y pone a las tropas españolas a caer de un burro. Afirma que en lugar de combatir, se pasaban el tiempo haciendo cambalaches con los jeques y clérigos o con las posaderas bien apoyadas en la chapa de los carros y uno, que estuvo allí, cree que algo de razón no le falta.