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De vueltas por el mundo

Alvaro Uribe: el hombre de hierro

No hay un dirigente político de América Latina que sepa lo que es el peligro y la muerte como el presidente colombiano
A prueba una ley llamada “Justicia y Paz” cuando debiera llamarse “la ley de la impunidad para asesinos en masa, terroristas y grandes narcotraficantes”. Así arranca, el editorial del sacrosanto The New York Times. El titular, para no dejar resquicio a la duda, pontifica: “Colombia’s Capitulation”. Debajo, con una dureza inusitada, los analistas del diario neoyorquino cargan sin piedad contra el presidente Alvaro Uribe. Le echan en cara respaldar una ley que pretende la reinserción de los paramilitares de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), de quienes dicen que sólo es una de las facciones que han protagonizado los 40 años de guerra civil (junto a las guerrillas de las FARC y el ELN).
“Han masacrado a miles de personas, controlan el 40% de las exportaciones de cocaína colombiana y muchos de sus líderes son reclamados por la Justicia de EEUU”, escribe el editorialista, quien concluye: “El Departamento de Estado considera terroristas a estos paramilitares”.

El “cañonazo” es de impresión, pero Uribe aguantará el embate. No hay en este momento un dirigente político en América Latina que sepa lo que es el peligro, la amenaza, la proximidad de la muerte y el riesgo, como lo sabe el presidente colombiano. Hace tres años, ganó arrolladoramente las elecciones porque prometía mano dura frente a la violencia narcoterrorista. Fue un giro radical frente a lo que había representado Andrés Pastrana, dedicado los cuatro años atrás precedentes a buscar una solución negociada con las FARC. Y a Uribe le creyeron, porque es creíble. A su padre lo mató la guerrilla en 1983, durante un intento de secuestro. A él, lo intentaron volar en pedazos en Medellín, en plena campaña electoral.

Lo entrevisté pocos días después de aquel bombazo, que destrozó el morro de su camioneta blindada y arrancó la vida a cuatro de los suyos. Ni pestañeaba, pero ya tenía plenamente asumido que su vida sería la de la clandestinidad. A partir de entonces, todos sus movimientos son secretos. Desde que Uribe llegó al poder, cambió la concepción que los colombianos tienen del Palacio Presidencial. Antes era una joya arquitectónica; ahora es un búnker militar. Lo asombroso es que su ocupante es enormemente popular. En algunas encuestas cosecha hasta un 70% de apoyo entre la ciudadanía. Eso y su decidida voluntad de presentarse a la reelección el año que viene y tener un segundo mandato, rompiendo tradiciones, costumbres políticas y leyes electorales en un país acostumbrado al bipartidismo, el péndulo y la transitoriedad, crispa los nervios de muchos.

Uribe acaba de cumplir 53 años. Está casado con una profesora de Filosofía y tiene dos hijos varones. Es un tipo frugal, que no bebe alcohol ni baila, lo que ya es difícil en un país danzón y alegre como Colombia. Dicen que apenas duerme. Que se acuesta a la una de la madrugada, se levanta a las cinco y comienza a trabajar, todos los días, a las seis de la mañana.

Aunque es el presidente de Colombia que más narcotraficantes ha extraditado a Estados Unidos, sus relaciones con personajes sombríos ligados al narcotráfico y el paramilitarismo le han costado más de una incómoda controversia. Nadie es perfecto, pero Uribe ha cumplido mucho de lo que prometió y ha logrado empujar a los narcoguerrilleros hacia el espesor de la selva. Si Ecuador y Venezuela le ayudarán un poco, quizá pudiera hasta rematar la faena. Veremos qué escribe entonces The New York Times.
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