esta españa nuestra/Raúl Heras
Los tres dilemas de Aznar
Antes de su abandonar definitivamente la política española, el presidente José María Aznar debe enfrentarse a tres importantes dilemas

Primer dilema.- El presidente del Gobierno ya ha comprobado que la tragedia ecológica del Prestige se va a cobrar su buena porción de votos en las próximas elecciones autonómicas y municipales, por más denuncias y ataques a "nunca máis" que se realicen, y más miles de millones que se inviertan en torno a Finisterre. Ahí está la última gran manifestación en Galicia para demostrarlo. Si bien, en un principio, y tal como asegura el refrán, los cabezas pensantes de La Moncloa colocaron el "no hay mal que por bien no venga" en ese mismo "chapapote" como uno de los argumentos para "disciplinar" a los díscolos compañeros que, amparados en el presidente fundador, Manuel Fraga, y los tres barones del PP gallego: Cuiña, Baltar y Cacharro se mantenían al margen de las directrices emanadas desde la sede central de la calle Génova; y que de igual forma le vendría muy bien a la oferta verde del aún eurodiputado Mendiluce y compañía, si es que consiguieran convertir su campaña en algo más que puros deseos personales de protagonismo.
Aún así, es más que posible que ese exiguo 2% que le dan las encuestas sirva para limar los apoyos a Izquierda Unida y que ésta roce el 5%, la situación más peligrosa para la coalición y para los planes de la izquierda, que vería cómo la Ley D'Hont trasladaba en escaños y concejales hacia el PP todos esos votos.La mejor de las noticias para Ruiz-Gallardón y para Esperanza Aguirre, que no sólo tienen que ganar, sino que deben hacerlo por mayoría absoluta si desean que las siglas de la gaviota se sigan sentando en los sillones de mando de la comunidad madrileña y el Ayuntamiento de la capital, los dos buques insignias que van a "calificar" el signo de los resultados del 25 de mayo.
Ese porcentaje de votos verdes en el resto de España no alterará las previsiones, y el notable avance de los socialistas va a complicar el regreso al poder del PP en Baleares de la mano de Jaume Matas, y el anhelado avance en Cataluña a través de Josep Piqué, dando por perdidas Aragón y Asturias para los populares y aún más: el Ayuntamiento de Zaragoza. Entre "chapapote" y Plan Hidrológico, las huestes de José María Aznar pueden experimentar un fuerte retroceso en las urnas y dejar paso a los vaticinios de aquellos que consideran los comicios autonómicos y municipales como unas primarias de las generales de 2004 y la mejor de las pruebas de que el "cambio de ciclo" político es una realidad.
Segundo dilema.- El compromiso contraído por el jefe del Ejecutivo de no presentarse a un tercer mandato, desde los prolegómenos de las elecciones de 1996, y su reiterada convicción de que nadie es imprescindible y que su tiempo político como gobernante se acabará en 2004, junto a un evidente presidencialismo y un hiperliderazgo en el PP que nadie le discute, está provocando que su sucesión como candidato a ocupar La Moncloa haya pasado por tres fases, cada una cargada con más tensión que la anterior y con las familias que integran el complejo mosaico del partido más enfrentadas entre sí.
En la primera fase, la orden-consigna del propio Aznar de que no tocaba hablar de su sucesor se cumplió más mal que bien hasta el inicio del verano de 2002. Entonces, Alvarez-Cascos, por un lado, y Federico Trillo, por otro, comenzaron a plantear la necesidad de adelantar la elección interna y de tener en cuenta para la misma a los "viejos pura sangre" del PP, aquellos que en su día viajaron a Perbes para convencer a don Manuel de la idoneidad del por entonces presidente de Castilla y León para el cargo, en lugar de Isabel Tocino, en la que el patriarca de la derecha española creía haber encontrado a su particular Margaret Thatcher.
En la segunda fase, el grupo de los posibles sucesores se amplió de los tres vicesecretarios generales a dos ministros más, dos presidentes autonómicos y una vicepresidenta europea. A los nombres de Rodrigo Rato, Jaime Mayor Oreja y Mariano Rajoy se unieron los de Angel Acebes y Javier Arenas, los de Eduardo Zaplana y Alberto Ruiz-Gallardón, y el de Loyola de Palacio. Al margen de las comidas mensuales de los tres primeros con el secretario general del PP, y del pacto de no agresión entre ellos, los otros candidatos fueron dejando ver sus aspiraciones, de forma tímida unos, de forma abierta como el presidente madrileño, otros. Se jugaba con la hipótesis interna de que Aznar tenía toda la capacidad de elegir, pero dentro de un restringido grupo, y que el triunvirato estaría callado hasta que en el otoño de 2003, el líder decidiera señalar con el dedo al agraciado. Todos tenían puntos a favor y en contra, y tanto en el seno del PP como en la oposición, quedaba una minoría que apostaba por un final en el que el propio Aznar decidiría asumir de nuevo el papel de candidato, en un "sacrificio" por la patria, dada la gravedad de la situación interna que se estaría viviendo.
En la tercera fase, uno de los delfines, el primero de ellos, Rodrigo Rato, ha decidido jugar más fuerte que el resto, romper el triunviro de igualdades, y asumir y hacer saber a sus compañeros de partido que él quiere ser el sucesor, que está preparado para serlo, que se considera a sí mismo la mejor de las opciones y que espera que lo elijan para esa misión: la de vencer a Rodríguez Zapatero en las urnas y asegurar una legislatura más el poder para sus colores. Pocos se atreven a afirmar que Rato cuenta con el beneplácito del jefe para su "salida del armario" electoral; pero aún menos se atreven a asegurar lo contrario. Pesa por un lado la vieja relación de amistad personal entre los dos políticos, y está por el otro la especial forma de dirigir el partido que ha impuesto el presidente desde el ya lejano Congreso de Sevilla.
El tercer dilema.- El primer dirigente de la derecha española que ha conseguido una mayoría absoluta para gobernar sin necesidad de pactos con otros grupos políticos se encuentra ante el mayor reto de su carrera política: el del conflicto desatado por Estados Unidos contra Irak, bajo el escudo de la tiranía dictatorial de Sadam Hussein (el mismo al que apoyó y suministró armas de destrucción masiva en su conflicto con el Irán de Jomeini) y su posesión (no demostrada) de armas de destrucción masiva con las que un día podría atentar contra Occidente (a través de una relación tampoco demostrada con las células terroristas de Bin Laden) y en especial contra Estados Unidos.
Aznar, que ha hecho de su relación con George Bush, el eje central de la política exterior española en su segundo mandato, de la misma forma en que lo hizo en el primero hacia Tony Blair y Silvio Berlusconi y la presencia del eje Londres-Madrid-Roma en la Europa de los quince, se encuentra prisionero de sus acuerdos, tanto como de sus convicciones acerca de que España debe subirse al carro de los seguros vencedores de la invasión de los jugosos pozos de petróleo iraquíes y el nuevo reparto que se va a realizar en Oriente Medio por parte de las potencias occidentales.
Conoce y reconoce que su futuro político ya no depende tanto de una Europa dominada por la Alemania de Shroeder y la Francia de Chirac, que siempre le vetarían, como de unos Estados Unidos convertidos en hegemónicos en la zona neurálgica de la energía que más consume el Viejo Continente. Al lado está la colaboración del Gobierno norteamericano en la lucha contra ETA, las especiales creencias religiosas de ambos presidentes, a las que se sumaría el británico Blair, dotadas de un cierto fundamentalismo cristiano, y un análisis del nuevo mapa mundial en el que los USA detentarían un poder imperial durante los próximos cincuenta años, al menos.
El coste electoral de esa postura no aparecía en los manuales y aún hoy, con el 80% del país en contra del ataque sobre Irak (que no de acuerdo con un claro dictador como el líder iraquí), Aznar y su equipo creen que si la guerra se resuelve en pocas semanas y está terminado el control de Irak y el proclive gobierno sustitutorio a mediados a abril, aún quedará tiempo para recomponer las fuerzas electorales, aparecer con un mensaje positivo ante los españoles, venderles una bajada drástica de los precios del petróleo y una reactivación económica basada en la confianza y en la paz, y lograr que las críticas y los reproches se conviertan en votos afirmativos. No existe mucha base para tamaña euforia a la vista de lo ocurrido con el Prestige y con los efectos de la huelga general y la normativa del desempleo, pero la esperanza parece ser una de las últimas cosas a las que está dispuesto a renunciar el presidente del Gobierno.