El general Gotovina
Acusado de siete crimenes contra la humanidad, a pesar de que su culpabilidad está fuera de dudas, es sólo un chivo expiatorio. Ante Gotovina compareció compuesto y bien vestido. Este lunes, ante los severos jueces del Tribunal de La Haya, el ex general croata detenido la pasada semana en Tenerife, sólo abrió la boca para confirmar su identidad y decir que estaba bien.
Durante casi dos horas, la fiscal Carla del Ponte fue desgranando cargos, enumeró siete crímenes contra la humanidad y concluyó afirmando que el acusado y el antiguo presidente Tudjman, "formaron una asociación de malhechores dedicada a la limpieza étnica de la población serbia de Krajina".
No sé si el juicio terminará en absolución por falta de pruebas o en cadena perpetua, pero no dudo de la culpabilidad de Gotovina. Sin embargo, creo imprescindible subrayar que es un mero chivo expiatorio. Sus crímenes fueron cosa menor, en el espantoso contexto de la antigua Yugoslavia y los perpetró cumpliendo órdenes del Gobierno de Zagreb, aplaudido por la población croata, auxiliado por el Pentágono, respaldado por la opulenta Alemania y con el visto bueno de la OTAN.
Viví muy de cerca los hechos por los que se juzga a Gotovina y en varias ocasiones coincidí con él en los restaurantes de moda de Zagreb o en los salones del Hotel Esplanade. Era un héroe nacional, por quien se derretían las mujeres y a quien se arrimaban los políticos que hoy miran hacia otro lado porque ansían que Croacia sea admitida en la Unión Europea. Y eso que tenía un pasado turbio. Se rumoreaba que siendo casi adolescente había participado en el asalto a mano armada de un banco y que después, para escapar de la Justicia, se había alistado en la Legión Extranjera.
Lo cierto es que pasó siete años pegando tiros por África, a las órdenes de los franceses y que tras ser herido en la cabeza, pidió la baja, se instaló en las Islas Canarias y se dedicó al submarinismo. En 1982 fichó por una de esas turbias compañías que se dedican a entrenar ejércitos de repúblicas bananeras o dar golpes de estado a precio fijo. De esa época, solo se decía que había trabajado mucho en América Latina.
Cuando los croatas, de forma unilateral y con el apoyo de Alemania se declararon independientes de Yugoslavia y los 400.000 serbios que vivían en las provincias fronterizas optaron por hacer lo mismo y se independizaron de Croacia, Ante Gotovina retornó a Zagreb y se puso al servicio de las autoridades. Apenas cumplidos los 40 años, le asignan la difícil tarea de controlar a los serbios de la Krajina y recuperar el control de las provincias fronterizas.
En aquel verano de 1995, cuando las tropas croatas expulsaron para siempre a los descendientes de los cristianos ortodoxos, recorrí uno a uno los pueblos de la Krajina. No quedaba un alma. Era como si hubiera caído una bomba de neutrones. Una extraña variedad del terrorífico artefacto que no matase a los animales y sólo hiciera desaparecer seres humanos.
A los 150 que ametrallaron, cuando ya se habían rendido y estaban inermes, no los mataron como consecuencia del furor o de la ira. Fue una decisión fría, calculada e iba destinada a aterrorizar a los demás. Fue terrible, pero menos -en número y crueldad- que la limpieza étnica de serbios que Europa y EEUU han promocionado en Kosovo o en Bosnia.