Más difícil de imaginar aún es que el prisionero que una fría noche del 19 de noviembre de 1703 muere en La Bastilla tras asistir a su misa diaria tras más de 30 años de prisión, y siempre con el mismo jefe de carceleros encargado de que nadie conozca su identidad, pudiera atisbar que el futuro convertiría su figura en uno de los enigmas de la Historia. Ya fuera su máscara de hierro o de terciopelo, siempre lo fue del silencio. Por expresa orden de Luis XIV, no podía hablar con nadie, no podía escribir a nadie, y si alguien viese su rostro eso hubiera significado su muerte inmediata. También que su nombre “oficial” y con el que no fue siquiera enterrado era el de Eustache Dauger, un apellido de un miembro de la guardia real y hermano de un futuro marqués, cuando los manejos de las dos amantes del Rey, madame de Montespan y madame de Pompadour dieron sus frutos.
Si el hombre de la máscara era hermano, e incluso hermano gemelo del Rey, o un amigo íntimo conocedor de secretos inconfesables que no podía revelar bajo ninguna circunstancia, en estos albores del Tercer Milenio es una curiosidad histórica. Sorprende el hecho de que fuera encarcelado durante casi toda su vida y tratado con gran consideración dentro de las condiciones carcelarias, en lugar de ser asesinado lisa y llanamente. Luis XIV no quiso matarle, pero impidió que se conociera su existencia hasta el punto de borrar su paso legal por la vida. Eustache, llamémosle así, pues así aparece en las pocas cartas en las que de él se habla entre el propio Rey, su carcelero Saint Man, y Etienne du Jonca, lugarteniente del soberano, fue víctima de una conspiración de un poder al que asustaba; pero también un poder que le guardaba un “respeto institucional” con una única y monumental condición: su silencio.
La persona y el personaje, lo real y lo imaginario, la ficción relatada por Dumas y la realidad reflejada en los escasos documentos que han llegado hasta nosotros, convierten al hombre de la máscara en un buen ejemplo de algunas de las características del poder, sea cual sea el tiempo y el lugar en que éste se analice. Estos días y España, por ejemplo.
Las dos caras de esa parte del siglo XVII, que tanta influencia tuvieron en nuestro país y en su historia, la del gran poder absolutista de Luis XIV, y la de su contrafigura, preso en La Bastilla, pueden encajar en la situación que atraviesa hoy el expresidente del Gobierno, José María Aznar. El que fuera todopoderoso líder del centro-derecha español, acostumbrado a mandar sin oposición en sus últimos años, acostumbrado a que nadie le llevara la contraria, acostumbrado a tomar las decisiones más importantes tan sólo guiado por la que creía su propia e indestructible estrella, ve ahora cómo se le “secuestra” y silencia, cómo se le esconde, cómo se cierran las puertas a la opinión pública que antes tenía abiertas. Podría hablar si quisiera, podría reclamar su comparecencia ante la comisión parlamentaria que investiga el 11-M, pero tal vez las “amenazas” que pesan sobre él sean comparables a las que tuvo durante toda su vida el prisionero de La Bastilla.
Rey Sol durante ocho años y máscara de silencios durante los últimos meses, Aznar representa el paradigma de los dos rostros que ofrece el poder a aquellos que sueñan con convertirse, o al menos vivir como los dioses. Los mismos que le adularon y sirvieron, los mismos que en todo le obedecieron, aquellos que no osaron criticarle o hacerle ver sus grandes errores en lo personal -como la boda de su hija en El Escorial-, y en lo político -su alianza con Bush y Blair en la guerra de Irak- hoy sueñan con que desaparezca de sus vidas públicas y de la del partido al que llevó a conquistar el poder con mayoría absoluta; y aquellos otros que desde la oposición le atacaron y hasta despreciaron ven cumplida en su situación la más dulce de las venganzas, aquella que se toma la historia con las manos de los más queridos. Aznar, que es amante de las lecturas históricas y se ha asomado con frecuencia a la historia de España puede encontrar en el reinado del francés Luis XIV un buen bálsamo para sus heridas.
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