
La mano que mece la cuna
La Europa de Merkel, Berlusconi, Sarkozi y Brown, más el conjunto de los países del Este que pertenecieron al “socialismo real a la rusa” y que ahora conforman el conjunto democrático de los 27 acaba de atacar y tirar por tierra uno de los mitos de la lucha obrera de los dos últimos siglos: se trata de volver a trabajar más en lugar de menos; se trata de volver a las diez o doce horas diarias de jornada laboral y solamente descansar los domingos. Las 65 horas propuestas ( como máximo, menos mal ) aleja cada vez más en el tiempo y a una gran velocidad las semanas de 35 0 36 horas, de lunes a viernes, y con ocio para el fin de semana.
Las razones se basan una vez más y van muchas en la necesidad de mayor competitividad y productividad para poder hacer frente a la amenaza que viene de los países asiáticos, sobre todo China e India, en los que la falta de una infraestructura social que defienda a los trabajadores hace que la fabricación, de todo aquello que fabricarse pueda, abarate los costes hasta casi hacer imposible la libre competencia. Y Europa, al igual que el resto de Occidente, no ve camino mejor para competir que dar marcha atrás a lo que siempre se consideró un avance, una mejora en las condiciones de vida: menos trabajo y más ocio ( que a su vez genera trabajo en el sector servicios y da paso a otro modelo de sociedad ) fruto todo ello de la dificultad de los estados y de los gobiernos para hacer frente a las cada vez más poderosos complejos empresariales que se mueven y operan a nivel mundial.
Lo sucedido en el último año, que no es sino la visualización de lo que llevaba ocurriendo desde una década antes es el mejor de los ejemplos: la ortodoxia financiera, la política monetaria emanada desde los bancos centrales y desde los Ministerios de Economía y hacienda de los grandes países ha sido incapaz de detectar que se estaba creando un mercado paralelo, sin control, absolutamente especulativo, formado por bolsas de derivados financieros que recorrían el mundo de un país a otro, de un mercado a otro, de unos bancos a otros hasta formar una enorme bola que ha acabado por aplastar al “dinero real” y ha colocado a muchas entidades financieras en la bancarrota, a las empresas sin liquidez y con enormes dificultades para encontrarla, y a la economía mundial en una situación desconocida, tan mala o peor como la que se vivió a finales de los años veinte del siglo pasado.
Este descontrol monetario y financiero, que se había montado desde Estados Unidos sobre unas más que dudosas hipotecas inmobiliarias, que apenas representaban el seis por ciento del total de ese país, al estallar con enorme fuerza ha derivado a una parte de los capitales hacia “otras zonas” calientes de la economía como son las materias primas: no es justificable que el precio del petróleo se doble en menos de un año por más consumo que hagan de él las llamadas economías emergentes. Se trata de una nueva especulación ante la que los gobiernos no encuentran remedio, ni parecen contar con la fuerza necesaria para pararla y encauzarla dentro de un marco comercial global. Igual que en el caso de la desleal competencia productiva que se hace desde China, por mencionar al mayor de los países fabriles de nuestra época. Igual que no es justificable culpar a los biocombustibles del encarecimiento de los alimentos. Otro truco que se vende a las opiniones públicas de Occidente para tapar la incapacidad de los dirigentes y de los Gobiernos y su falta de energía para acometer los cambios legales que sean necesarios para defender a la sociedad de sus mayores depredadores.
Y aparece el tercer factor desestabilizador a nivel mundial: los alimentos, con el consiguiente e inmediato corolario: Malthus tenía razón, el mundo no puede soportar el brutal incremento de población que se produce cuando la mortalidad en las áreas deprimidas desciende y el acceso a mayores tasas de bienestar se extiende por Africa, por Asia y por América Látina, las zonas hasta ahora malditas, pese a las guerras y a los conflictos creados y mantenidos desde la órbita occidental. Unos alimentos y una producción de los mismos que, en Europa, ha estado controlada, vigilada y subvencionada para que no se produjera todo lo posible, sino tan sólo lo imprescindible e incluso menos. La distribución de los mercados y las áreas de desarrollo, con sus tipologías de finales del siglo XX saltan por los aíres y el “miedo al hambre” entre las clases menos favorecidas renace como el ave Fénix de sus cenizas medievales.
Ante este panorama, ¿ qué hacen las fuerzas sociales: asociaciones, sindicatos, movimientos vecinales…gobiernos llamados o autollamados progresistas?. La respuesta es muy fácil: poco o nada. La batalla ideológica desatada desde el llamado liberalismo conservador a raíz del mítico 68 ha desarbolado a la izquierda, ha acabado con el comunismo, que se ha desplazado hacia la socialdemocracia, empujando a su vez a ésta hacia el liberalismo progresista, y ha permitido a la derecha más conservadora ganar el combate. Será una victoria más en un largo camino y vendrá y tendrá una respuesta contraria en algún momento: la historia está llena de esos choques dialécticos. Una idea genera su contraria y así hasta el infinito, pero hoy, aquí y ahora sirve de muy poco consuelo.
Si miramos dentro de España sorprende aún más el escenario. Tenemos un Gobierno sin oposición que tras cuatro meses de ejercicio del poder ( más cuatro años que sumar a los mismos ) aún no ha tomado medidas para combatir la crisis y se obstina en no pronunciar siquiera esa palabra, como si estuviera maldita y como si los españoles fuésemos menores de edad para no entender la situación dentro de la que se mueve nuestro país. Y sin darse cuenta que en el empecinamiento en negar la realidad tiene un desgaste de credibilidad muy grande, credibilidad que va a necesitar para que sus propuestas funcionen de la mejor forma posible y con la mayor velocidad deseable.
No tenemos oposición – tan necesaria dentro de los mecanismos democráticos – por la propia crisis de los partidos, de todos los partidos. Lo que ocurre es que cuando se está en el poder las crisis no se ven de la misma manera. Crisis en la derecha del estado, crisis en las derechas y en las izquierdas nacionalistas, crisis en lo que fue la gran oposición al franquismo y que está al borde de la desaparición. Y crisis y de las gordas en los sindicatos. ¿ Dónde están los sindicatos españoles llamados de clase?. ¿Dónde están la UGT y Comisiones Obreras, los dos grandes?. Perdidos, enganchados al poder, convertidos en un organismo más del estado, con sus funcionarios, sus subvenciones, su falta de libertad.
Es más que evidente que necesitamos un revulsivo, que Europa y España necesitan un revulsivo, un cambio de valores, una nueva “revolución” desde abajo, desde los ciudadanos, desde los más jóvenes. No se puede mantener a una o dos generaciones adormecidas con Internet y con las conexiones móviles, con los “instrumentos” en lugar de con las ideas. Urgen muchas cosas, pero sobre todo, urge que la sociedad comprenda que sin utopías, sin sueños, sin rebeldía ante lo que existe y conocemos, tras el anquilosamiento viene la muerte.