Por un Madrid más limpio

Que la gracia de unos grafiteros le cueste al Ayuntamiento de Madrid el equivalente a mil millones de las antiguas pesetas es grave. Mientras se borran, las pintadas presentan una sensación de suciedad y abandono muy alejada de la ciudad moderna y civilizada que la mayoría quisiéramos. Sólo una insignificante parte se pueden calificar de desahogos artísticos; generalmente son por razones pseudopolíticas o, simplemente, gamberrismo.
Hace algunos años, ante la proliferación de manifestaciones en la capital, alguien lanzó la idea de construir un “manifestódromo” en un lugar apartado de la ciudad, donde se celebraran las concentraciones sin llamar la atención ni molestar a los ciudadanos. La propuesta no prosperó, entre otras razones porque el propósito principal es, precisamente, llamar la atención. En el caso de los amantes de las pintadas quizá sí fuera útil un “grafistódromo” alejado del tránsito ciudadano, con paredes a disposición de quienes quisieran plasmar allí su arte o sus inquietudes.
Madrid es una gran ciudad, pero no por ser grande en extensión debe serlo en suciedad. La culpa la tenemos principalmente sus habitantes, porque de poco sirve el despliegue de medios municipales de limpieza si nos empeñamos en no utilizar papeleras y llenar la vía de deshechos. Es, fundamentalmente, un problema de mala educación de todas las clases sociales, porque incluso en los barrios residenciales de familias acomodadas los propietarios de perros —que cada vez son más— muestran su falta de civismo al no recoger los excrementos de sus canes, mientras los transeúntes tenemos que hacer equilibrios sobre el asfalto para no pisarlos. Los trabajos de los servicios de limpieza son insuficientes y, aunque existen multas, la inmensa mayoría de los infractores actúa con completa impunidad.
El resultado es un deterioro de la imagen de Madrid como ciudad limpia y un gasto que repercute, injustamente, sobre el conjunto de la ciudadanía.