la atalaya/Rafael Gómez Parra
El fantasma de Jomeini
La política estadounidense prefiere ir a lo concreto y extirpar un grano con cirugía cuando éste le sale en un sitio que le molesta

El apoyo de Estados Unidos a Saddam Hussein en 1979 tuvo como objetivo inmediato frenar a la revolución islámica y antinorteamericana en Irán. El Ayatollah Jomeini, exiliado en Francia, había vuelto ese año aclamado por las multitudes que habían expulsado al Sha de Persia pocos días antes.
La política estadounidense nunca se ha caracterizado por su profundidad, prefiere ir a lo concreto, y cuando le sale un grano en la cara no duda en utilizar la cirugía para extirparlo. Lo han hecho todos los presidentes, no sólo George W. Bush, sino Kennedy cuando Bahía Cochinos, en Cuba, o Ronald Reagan contra la islita de Grenada en el Caribe, por no citar Vietnam, Corea, ahora Afganistán.
En 1979, con los rehenes norteamericanos retenidos en la embajada de Washington en Teherán, todo valía para acabar con Jomeini, igual que en 1990, cuando Saddam Hussein se rebeló contra los intereses occidentales, invadiendo Kuwait, el antiguo amigo y colaborador, se convirtió en el hombre más odiado por el Pentágono. Lo malo es que durante los doce años que ha durado el embargo contra Irak, los que han pagado el pato son los irakíes de a pie, mientras que Saddam y sus colaboradores vivían como querían, ayudados por decenas de políticos y empresarios occidentales, entre ellos muchos españoles.
Saddam Hussein no pudo haber fabricado, ni disparado, armas químicas contra los iraníes y contra los propios kurdos, sin la estrecha colaboración de científicos, empresas y fabricantes norteamericanos, y algunas fábricas de explosivos españolas. Un equipo médico español enviado por la ONU certificó estos criminales ataques y hasta pudo certificar que las bombas químicas llevaban marcas de la industria militar occidental. Pero nadie les hizo caso, ni siquiera cuando consiguieron traerse al hospital militar Gómez Ulla de Madrid a algunos de los niños heridos con bombas de napalm, de gas nervioso o de fósforo, para intentar curarlos. Los políticos españoles de todos los colores, salvo alguna excepción, también prefirieron ignorar los crimenes de guerra de Saddam, unos porque creen que el imperio occidental debe defenderse como sea de los ataques de los "bárbaros", y otros porque consideraban que los jomeinistas se lo merecían.
Lo paradójico de todo este asunto es que los Estados Unidos para acabar ahora con Saddam Hussein han tenido que liberar a los encarcelados por el tirano irakí: a sus enemigos chiítas, y por extensión jomeinistas, que fueron perseguidos y masacrados por centenares durante los últimos veinte años, y especialmente durante la guerra entre Irak e Irán (1980-88).
Los chiítas se distinguen de los sunnistas por una cuestión histórica (parecida a la que divide a los católicos ortodoxos de la Iglesia de Roma): los primeros son seguidores de la rama familiar de Mahoma y enemigos de los partidarios de los Califas o la "iglesia" de Bagdad. Los sunnistas martirizaron a los sucesores de Mahoma precisamente en Irak, pero no pudieron evitar que sus partidarios se extendieran por los países musulmanes asiáticos, especialmente lo que es hoy Irán, Pakistán y Afghanistán. Los norteamericanos para enfrentarse a Jomeini tuvieron que inventarse a Saddam Hussein. De la misma manera que para acabar con la ocupación soviética en Afghanistán tuvieron que crear a Osama Ben Laden. Ahora, para echar a Hussein han vuelto a desatar los demonios del chiísmo. Antes tenían que enfrentarse a un ídolo con los pies de barro, ahora lo tendrán que hacer con dos pueblos: el árabe, inflamado de ideas islámicas antinorteamericanas, y a los kurdos, un nacionalismo junto al cual los independentistas irlandeses del IRA o los vascos de ETA son miniaturas de la historia.