En febrero de 1977, Franco llevaba muerto catorce meses y los acontecimientos políticos adquirían tal velocidad que los españoles sentíamos el vértigo que producen las montañas rusas, ese subir y bajar con cambios de rumbo que desprenden las adrenalinas acumuladas en el cuerpo; un cierto miedo por cuanto llevábamos cuarenta años con una misma forma de gobernar y de mirar a los gobernantes y sus poderosas voluntades (que parecían inamovibles, inmutables y eternas); y una arrolladora esperanza por los cambios que se acercaban a la carrera y por los problemas y reacciones que suscitaban en la parte más conservadora de nuestra sociedad.
Recuerdo una entrevista que le hice unos meses antes al que pasaba por ser uno de los hombres de Washington en España, representante de una poderosa familia de abogados y con un hermano con la vista puesta en el futuro y democrático Gobierno que saliera de la inevitable convocatoria a las urnas (como así sucedería tras las elecciones de junio) , que era Antonio Garrigues Walker. Este, tras presumir de conocer la situación interna del Régimen a la perfección y a la mayoría de los protagonistas de dentro y fuera de España, apostó por un periodo mínimo de diez años para que en nuestro país se pudieran celebrar elecciones libres y, por supuesto, sin la presencia inicial del Partido Comunista.
No acertó ni una. Y seguro que poseía información, tenía capacidad de análisis, y había hablado muchas veces con los que eran y fueron protagonistas de la Primera Transición. Semanas más tarde, en el Sábado Santo, Adolfo Suárez anunciaba la legalización de los comunistas y los primeros comicios en libertad y con presencia de todas las fuerzas políticas, lo que daría lugar a un sarampión de siglas y formaciones de todo tipo que terminarían cristalizando en las grandes formaciones que conocemos hoy. Entre los militares, sólo dimitió el almirante Pita da Veiga.
La realidad de los hechos, por la voluntad nacida de la necesidad del Rey de homologar la recién estrenada Monarquía con los regímenes democráticos, y enterrar la designación directa de Franco, llevó primero a la elección de Suárez, más tarde al regreso de Santiago Carrillo, a la legalización de partidos y sindicatos, y a un acuerdo institucional y estructural desde el centro del Estado con los dos grandes partidos nacionalistas de Cataluña y Euskadi. Suárez y González entendieron y extendieron las negociaciones con Xavier Arzalluz y Jordi Pujol, y esos pactos han durado treinta años, incluyendo el “café para todos” que produjo el diseño autonómico del profesor y ministro Clavero Arévalo, y la doble vía de los artículos 151 y 143 de la Constitución.
Hoy estamos volviendo al 77. A esa situación de arranque institucional o constitucional que desean los políticos. Todos los políticos. Los dirigentes de las 17 Comunidades, sean del partido que sean y coloquen en los distintos preámbulos la justificación histórica que quieran, ya sea referida a Wifredo el Belloso o a los suevos.
Existen similitudes y diferencias notables, por supuesto. Diferencias que enturbian el paisaje y a las que hay que dejar a un lado si se quiere entender el proceso en el que estamos embarcados nos guste más o menos. Proceso que no va a ser uniforme y del que saldrá la nueva clase dirigente para los próximos años. Y que va a “enterrar” a una buena parte de la “histórica”, al igual que pasó hace tres décadas.
Bajo esa mirada, tendríamos que Zapatero estaría cumpliendo el papel dual que correspondió a Suárez y González; que otro tanto estaría haciendo Rajoy respecto a Suárez y Fraga; y que Josu Jon Imaz sería el nuevo Arzalluz con Ibarretxe en el papel de Garaicoechea, y Artur Mas el Pujol que consiguió convertir al PSC en un partido de oposición en Cataluña. En aquellos años las autonomías estaban en sus inicios y no contaban sus presidentes con la fuerza que tienen hoy. Y la necesidad de pactar con el inmediato franquismo, representado por los hombres que hicieron de puente entre los dos regímenes, tanto los “Tácitos” como los “Siete Magníficos” (de los que saldrían la UCD y AP ) hizo que nadie deseara y propusiera “saltarse” los cuarenta años y buscar la legitimidad de las nuevas instituciones y del propio Estado en lo que fue la II República, que es exactamente lo que la generación de Zapatero y él sobre todo está buscando.
Aquellos años tuvieron su expresión mediática. Nacieron nuevos medios: El País y Diario 16, murieron otros como el Ya o Informaciones, y cobraron agresiva importancia algunos como El Alcazar y El Imparcial. Con periodistas posicionándose a ambos lados de la trinchera que separaba el pasado del futuro.
Mucho de lo que pasó en esa Primera Transición está presente en esta Segunda que hemos inaugurado, incluidas las llamadas “tensiones militares”. Traidor llamaron los franquistas al Rey. Y vuelve a escucharse el término en referencias al primer ministro (todavía no se atreven a ponerle ese epíteto a don Juan Carlos, pero todo se andará), y vuelve a hablarse de la sagrada unidad de España, y vuelve a la escena Marruecos con sus amenazas, esta vez sobre Ceuta y Melilla. Suena a historia vivida para todos los que hemos cumplido cincuenta años.
Convendría que la clase política meditase en las similitudes históricas y el papel que cada protagonista tuvo en la obra. En la del 77 y en la de cuarenta años antes. Puede que este Gobierno sea el peor de nuestra historia democrática tal y como afirma el PP; puede que el presidente Zapatero esté dando bandazos dentro de la estructura del estado; pueden ser esas y muchas más cosas, pero decir que es un traidor, que está vendiendo España por parcelas y que el país se va a ir a la mierda, es faltar a la verdad, colocarse en la zona negra de nuestra historia y querer cegar las puertas del futuro. Las responsabilidades, aciertos y errores se juzgan en las urnas. Dentro de unos meses todos los partidos tendrán que pasar ese primer examen.
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