Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
Gane quien gane el próximo nueve de marzo en votos y en escaños; y gobierne quien gobierne tras conseguir pasar la sesión de investidura y la formación del nuevo o viejo Gobierno, lo que el país, la nación, el estado, España necesita con urgencia es un gran pacto nacional entre todas las fuerzas políticas que quieran suscribirlo. Sin exclusiones hacia nadie y menos entre los dos grandes partidos que vertebran política y socialmente nuestra democracia.
Gane quien gane -ya sea Zapatero o Rajoy- será con mayoría minoritaria, y lo que no debiera hacer ninguno de ellos es enfrascarse en “rematar” al adversario derrotado y comenzar a subastar los apoyos parlamentarios con las fuerzas nacionalistas. La tentación será fuerte y hasta muy fuerte si tenemos en cuenta los cuatro duros años vividos, y no faltarán voces desde dentro y desde fuera de las respectivas formaciones que pidan la utilización de la guillotina y del destierro. De hacerlo, de caer en ese simplismo se podrá satisfacer esa “sed de sangre” que aparece cada cuatro años dentro del mundo de la política, pero se estará haciendo un pésimo servicio a la democracia, a los ciudadanos y a la acuciante, creciente y real necesidad de Pactos que tiene hoy España.
El mejor de los ejemplos para salir de la crisis económica (que no del desplome bursátil o de las dificultades sectoriales de la vivienda) está en nuestra propia historia reciente: los pactos de La Moncloa, conseguidos por la mutua responsabilidad de los líderes de entonces, desde Adolfo Suárez a Santiago Carrillo. Sería el mejor de los mensaje posibles a enviar a los ciudadanos, a los empresarios y hasta a los fondos internacionales de cara a una renovada apuesta por el crecimiento de este nuestro país. El ser capaces de dejar a un lado las diferencias partidarias y acordar un conjunto de medidas para afrontar las dificultades económicas de un mundo internacionalizado y con problemas que van desde China a Estados Unidos, sería acogido por la sociedad mejor aún que cualquier medida económica parcial y sesgada. Medidas que habrá que tomar, que pueden ser duras, y que mejor será tomarlos por consenso.
Dentro de la economía y a riesgo de ser muy iconoclasta y estar en contra de las decisiones que pueden venir de Bruselas y del Banco Central Europeo, peor que la inflación es la recesión. Ese dilema lo ha afrontado Estados Unidos eligiendo la primera de las opciones con una bajada del coste del dinero para permitir el mantenimiento del consumo y el pago de las deudas. Además, la inflación, que lleva al aumento de los precios al aumentar teóricamente el gasto de los ciudadanos y de las empresas,
se puede controlar mejor que la recesión, que acaba sobre todo con las rentas más bajas, a las que deja al borde mismo de la pobreza.
Insisto: entre los dos fantasmas clásicos de la economía, es mejor arriesgarse a engordar dentro de una dieta controlada, que caer en la inanición por tener la despensa vacía. Los teóricos y sabios de los grandes números, los laboratorios y centros de análisis que no pisan nunca la calle y se limitan a realizar simulacros en el ordenador, pondrán el grito en el cielo y hasta enumeraran razones para sujetar los tipos de interés o hasta para aumentarlos, asegurarán que la inflación a quien más daña es a los más débiles y que lo único sensato es mantener firme el control de la masa monetaria en circulación. Y se olvidarán y mirarán hacia otro lado cuando se les diga que en los últimos diez años han permanecido en silencio ante la enorme montaña de “papel", de dinero irreal que se ha estado moviendo por todo el mundo, y que es una, y la principal causante, de la actual situación. Son los mismos gurús que se han pasado años hablando de la “burbuja inmobiliaria” sin darse cuenta o sin querer darse cuenta de que lo se estaba creando era una “burbuja financiera” de proporciones colosales.
La segunda parte de ese gran pacto nacional necesario y urgente se debía hacer en torno a la esencia misma de la España que queremos, de la que deseamos los ciudadanos, no de la España diseñada desde la política. Y no hablo de la España de años o siglos atrás, me refiero a la España del futuro. Una España multicultural, descentralizada, libre y democrática, pero una España. No diecisiete, no una España que mantenga una segunda Cámara parlamentaria sin sustancia y en la cual se tengan que traducir las intervenciones de los senadores al emplear alguna de las cuatro lenguas que se utilizan en el estado, cuando existe un idioma, el español, que vehicula a todos y en el que nos entendemos todos. Y sin que se pueda tomar como ataque o desdoro del catalán, del vasco o del gallego. No una España que no conozca en su totalidad a sus grandes creadores literarios o musicales. No una España en la que una parte de su territorio convierta en razón vital de su existencia la ignorancia del resto.
El pacto constitucional, al que estamos abocados y que se va a producir nos guste a unos más que a otros debe poner freno a la diáspora nacionalista, que distorsiona las relaciones reales de los ciudadanos; debe encauzar las reformas estatutarias que están en curso e incluso hacerlo antes de que tengan que llegar al Tribunal Constitucional y dejar en manos de éste lo que debería ser pacto político entre los partidos, y sobre todo entre el Partido Socialista y el Partido Popular.
El eje del gran pacto es triple y se basa tanto en la representación política que ostentan el PSOE, el PP e IU, como en la representación social, sindical e histórica que les avalan. Y a partir de ellos, sin exclusiones, con generosidad, con valentía y con firmeza integrar al resto. No se puede mantener el “chantaje” de los votos en el Congreso, ni el regateo de los apoyos parlamentarios cada cuatro años. Si hay que cambiar la Ley electoral ( que hay que cambiarla salvo que aceptemos la cada vez mayor separación entre electos y electores ), habrá que cambiarla. Si hay que modificar los Reglamentos de las Cámaras legislativas, habrá que cambiarlos. Y si hay que embridar a las autonomías más díscolas
( por su minoría dirigente ) a través de un mayor papel de los Ayuntamientos, pues hágase.
Lo que está en juego no es una supervivencia económica en el mundo globalizado, que no lo está y es verdad que España está en mejores condiciones que otros y que seguirá creciendo por encima de la media europea. Tampoco está en juego España. Lo que tenemos son dificultades importantes, que pueden ayudarnos y sobre todo ayudar a los políticos a tomar decisiones que si no, no las tomarían. Y de paso y de futuro, le harían un gran favor a la Monarquía, a la que necesitamos, se tenga el corazón monárquico o republicano y que está embarcada en su propio proyecto de renovación al haber comprendido el Príncipe que su papel no podía ser de mero continuador del Rey, al igual que éste comprendió que no podía, ni debía ser continuador de Franco.
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