Redaccion | Lunes 20 de octubre de 2014
Son cosas que sólo ocurren en la capital del Reino: en un mismo día y a la misma hora te pueden dar tres conferencias. O las das o te las dan. Políticos y empresarios se suceden ante los auditorios más diversos y en las convocatorias más dispares, con un casi único punto en común: en todas ellas aparecen los representantes de las grandes empresas del sector inmobiliario y de la construcción.
Presidentes y consejeros delegados se reparten el trabajo de asistir en alguno de los grandes hoteles de Madrid o en la propia casa del Gobierno a los desayunos, comidas y cenas en los que el presidente de Murcia o de Aragón; la ministra de Vivienda, o el secretario de estado para el Deporte explican sus mejores proyectos e ideas.
Por allí aparecerán Luís del Rivero o Manrique, su mano derecha; Florentino Pérez o Marcelino (su mejor alter ego), Fernando Martín, cualquiera de los dos primos Entrecanales, Marcelino Oreja… Todos deben mantener buenas relaciones con el poder al margen de los colores políticos y cumplen con esa obligación no escrita pero siempre presente.
Es en este Madrid de las tormentas en el que la tensión se palpa con sólo salir a la calle. No ocurre en ninguna otra capital del Reino. Aquí, los que vivimos y sufrimos y gozamos de Madrid sabemos que el desgaste neuronal es enorme, que el stress se acumula, que la pelea es continua y que bajar el propio nivel de exigencia es renunciar a una parte del futuro profesional, sea cual sea el sector en el que uno esté trabajando, y sea cual sea el puesto que ocupe.
Aquí, en la Villa y Corte funcionan los cuchillos corvos desde el alba hasta el amanecer, y se respeta muy poco al adversario, y menos al enemigo. Se sonríe por educación y por cinismo. Se deshacen los elogios nada más alejarse el elogiado, y se buscan las recompensas de los malos actos mucho antes de procurar realizar los buenos. Es una ciudad cainita que olvida muy rápido, pero que está más que dispuesta a pasar facturas a aquellos que osan desafiarla. Y es tan acogedora para con todos como exigente hasta la extenuación.
Era ya así cuando hace treinta años el Rey juró ante las Cortes franquistas. Lo ha seguido siendo bajo los gobiernos de Suárez, de Calvo Sotelo, de Felipe González, de José María Aznar y de José Luís Rodríguez Zapatero. A Don Juan Carlos se le ha dejado fuera de la melé política, económica y social hasta ahora. La Monarquía no entraba en discusión. No por su validez histórica o por los derechos dinásticos del actual Rey. No entraba en discusión, ni en votación popular a través de sondeos por su carácter de "utilidad".
El Rey ha demostrado a lo ancho y largo de estos años que es un Jefe de Estado tremendamente útil. En la primera fase de la transición democrática y en los revueltos tiempos en que vivimos. Su declaración de Tenerife es muy importante pues elimina con muy pocas palabras las dudas acerca de su propio recorrido al frente de la Institución. Salvo que la salud le falle tenemos Monarca para rato, y cualquier veleidad sucesoria o apresurada tendrá que esperar. Don Juan Carlos no puede ceder el testigo al Príncipe Felipe. Lo saben los dos, y los dos tienen que establecer los plazos mirando a la futura España que se dibuja en los cambios estatutarios que van a protagonizar las 17 autonomías que conforman España, sea cual sea el nivel competencial que salga del iniciado proceso de reformas. Y habrá que incluir la reforma constitucional con su derivada de elecciones generales.
El Rey ha demostrado que sabe navegar en las tormentas. Y la que tenemos encima por culpa y gracia de los dirigentes políticos es de las grandes. Está apareciendo una España que es la real y no la que a lo mejor deseábamos, una España distinta a la dibujada hace treinta años y en la que el Rey y la Monarquía mantenían un respaldo popular que hoy ha descendido quince puntos entre los más jóvenes. Algo para preocuparse y tomar las medidas oportunas, partiendo del hecho irreversible de que aquella familia real compuesta por cinco miembros, hoy se ha multiplicado, variado y transformado hasta hacerla irreconocible.
Afirma el presidente de la Generalitat que Monarquía y Democracia están unidas en España y que hoy intentar caminar con una y sin la otra es difícil, arriesgado e aventurero. Y tiene razón. Necesitamos al Rey, incluso pese al Rey. No está el país en condiciones de afrontar un cambio tan drástico como sería pasar de la Monarquía a la República, pero no es menos verdad que el ejercicio de reinar hay que ejercerlo y merecerlo cada día. Y que el pueblo español, en su conjunto, no puede estar eternamente considerado como menor de edad y necesitado de un padre. Desde la política, desde las empresas y desde los medios de comunicación se suman las advertencias y los deseos. Toca ajustar las velas y esperar a que amaine el temporal.
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