La victoria de José Luis Rodríguez Zapatero en las urnas y su llegada al poder, junto a la boda del Príncipe de Asturias pocos meses más tarde, configuran un nuevo escenario político e institucional en España, con diferencias muy importantes respecto a 1977 y las primeras elecciones bajo la Monarquía, pero con un hilo común, un espíritu que une ambos momentos.
Si en los inicios de la Primera Transición, con los prolegómenos que protagonizó la derecha de la época, con Adolfo Suárez y Manuel Fraga, a la cabeza, la pieza clave de todo el nuevo andamiaje del Estado fueron el PSOE salido de Suresnes y Felipe González, por un lado, y el Rey Juan Carlos, separado de su legado franquista, por otro; en los inicios de esta Segunda aparece, por un lado, el nuevo PSOE de Zapatero surgido del 35 Congreso de ese partido, y el futuro monarca Felipe de Borbón, ya encarrilada la sucesión hereditaria. Del dúo Juan Carlos– Felipe, habremos pasado al dúo Felipe–José Luis. Y también, coincidencias del destino o de la historia, con dos hechos dramáticos por medio: el intento de golpe de Estado de Milans del Bosch y Tejero el 23 de febrero de 1981; y el brutal atentado de los trenes de Atocha el 11 de marzo de 2004.
Podemos enumerar las grandes, las importantes y hasta sustanciales diferencias existentes entre la España de 1982 y la de 2004, desde las esferas políticas a las sociales, pasando por la crucial situación económica. Diferencias que llevarían a negar los vínculos entre las dos etapas, con olvido de que lo sustancial en este caso no está en las hojas del bosque, por más numerosas que sean; está en el tronco que sustenta todo, un tronco bífido, que hasta ahora ha articulado España y que debe seguir haciéndolo, pese al recrudecimiento de las concepciones más regionalistas, autonomistas o independentistas. La bifurcación reside en las dos grandes formaciones políticas con presencia en todo el Estado y que suponen el ochenta por ciento del electorado, y la raíz, por decisión constitucional de 1978, está en la Monarquía democrática y parlamentaria.
La Primera Transición dejó temas sin cerrar, o mejor dicho, sin abordar plenamente y darles una solución histórica. Con enormes complejos y presiones de los poderes fácticos de la época, entre los que sobresalía el de unas Fuerzas Armadas aún demasiado sujetas por la Dictadura. La creación de 17 autonomías para evitar el reconocimiento de las tres que había “aceptado” la República en razón de una lengua y cultura diferenciadora sólo alargó en el tiempo la solución al problema, agravando incluso alguno de sus puntos. Se está comprobando 25 años más tarde con las exigencias y planteamientos del lendakari Juan José Ibarretxe y su partido, el PNVC; y con la posición de todos los nacionalistas (y no exclusivamente los que utilizan tal denominación) en el reivindicado nuevo Estatuto de Cataluña, con Pascual Maragall al frente.
Si la estructura del Estado o de España está en cuestión, no lo están menos todas y cada una de las parcelas de poder “diario” que afectan al quehacer de los ciudadanos, desde la vivienda a la justicia y la meteorología. Allí donde existe un gramo de administración que poder dirigir, aparece la demanda en cadena de las autonomías y municipios, en un proceso que, coincidiendo con la supranacionalidad europea, ha dejado a la vieja España, o al viejo Estado español, “en cueros”, por utilizar una expresión muy popular.
Si a partir de noviembre de 1975 se negoció y “firmó” un pacto con la Corona por parte de los resurgidos instrumentos políticos de la sociedad, que son los partidos, hasta sellarlos por parte del PSOE con ciertas reticencias iniciales; treinta años después aparece en la vida pública la misma necesidad como garante de una estabilidad política, económica y social. Es curioso que la distancia y las diferencias desaparezcan cuando se miran las malas relaciones iniciales del poder socialista con los amigos americanos. Tal vez porque la Historia no se repite, pero sí tiende a plagiarse a sí misma.
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