Rafael Gómez Parra
Ni siquiera el nombre de la zona que más disgustos y problemas da a la humanidad es exacto. Lo que para nosotros, los europeos, es el Cercano Oriente, para los norteamericanos es el Oriente Medio. En cambio, China y Japón, son para ambos, el Lejano Oriente. Y la India queda en medio, como una especie de subcontinente que sólo responde a su nombre.
La realidad es que cuanto más prometen las grandes potencias que van a resolver el problema del Cercano Oriente u Oriente Medio, más se complica la situación. Ha bastado con que Bush haya prometido que va a conseguir la paz entre israelíes y palestinos, para que todo se líe mucho más y el conflicto histórico –provocado por la fundación de Israel en 1948- se extienda como una mancha de aceite por toda la región, amenazando con hacer estallar el polvorín de petróleo que forman los países del Golfo Pérsico.
La guerra de Irak no sólo no ha acabado, sino que cada día se repiten los combates, algunos de ellos con más víctimas y más estropicios que los que hubo durante el mes que duró la invasión norteamericana. Los atentados en Arabia Saudí han demostrado que la sólida monarquía saudí, que parecía invulnerable, puede romperse en mil pedazos a poco que se abran los poros de la sociedad medieval en que viven. Ningún país occidental ha protestado –más allá de las formalidades protocolarias cuando así se lo exige una ONG o una organización feminista- porque en este país las mujeres no puedan ni siquiera conducir un coche y, por supuesto, que vayan tan tapadas o más que las afganas o iraníes. O que se aplique con mayor rigor que en estos países las penas de lapidación y otros castigos físicos.
Desde hace muchos años, la peregrinación a La Meca suele convertirse en un alegato contra la propia monarquía saudí, amén de contra la de Saddam Hussein, antes de ser derrocado, o contra los gobernantes egipcios. En la mayor parte de las críticas que allí se oyen se les denuncia por su apoyo al "Satán norteamericano" o por su falta de apoyo a los palestinos. El control policial de Arabia Saudí sobre los peregrinos es exagerado, pero sin él hace tiempo que La Meca se habría convertido en un centro subversivo. El último enfrentamiento de la policía en la Ciudad Santa islámica con un grupo de rebeldes (formado por chadianos, egipcios y saudíes), demuestra que crece una oposición en un país donde no se tolera la más mínima crítica al régimen.
Pero el polvorín está a punto de añadir una nueva pieza: la de Irán. Un país de más de 50 millones de personas, que controla la mayor parte del Golfo Pérsico, y que en la década de los 80 se convirtió en la pesadilla de los Estados Unidos y, principalmente, de sus presidentes Jimmy Carter y Ronald Reagan, tras la caída del Sha de Persia en 1979. La invasión de los estudiantes de la embajada norteamericana en Teherán, inició una ocupación que duró 444 días y en la que de nada valieron las amenazas de invasión de los Estados Unidos, que tuvieron finalmente que ceder y liberar gran parte de las riquezas que habían embargado en los bancos estadounidenses al Gobierno iraní.
Ahora, Bush ha alabado las revueltas estudiantiles contra el Gobierno de Teherán, al que critican por haber intentado privatizar las universidades del país. El movimiento estudiantil, que no es nuevo y que ya ha protagonizado diversas revueltas en los últimos años, es complejo, ya que por un lado se opone a los dirigentes más duros, menos reformistas, que al mismo tiempo son los más capitalistas. La ignorancia de la diplomacia occidental lleva muchas veces a cometer errores garrafales, como el de creer que los reformistas iraníes son prooccidentales y los fundamentalistas quieren socializar el país. En muchos casos es todo lo contrario.
Irán ha reaccionado también con suspicacia a las pretensiones occidentales de que permita que se inspeccionen sus centrales nucleares y sus programas atómicos para comprobar que se trata únicamente de utilizar la energía atómica de una manera pacífica y que no tienen intenciones, como la India, Pakistán o ahora Corea del Norte, de fabricar bombas nucleares. Tras la caída de Saddam Hussein, el régimen iraní se ha convertido en la bestia negra que puede dar alas al "terrorismo islámico". Pero también aquí se juega con grandes ignorancias. Por un lado, si Hamas existe fue porque las organizaciones palestinas tradicionales, en su mayor parte laicas y con mucho contenido cultural occidental, fueron incapaces de frenar la invasión israelí de los territorios palestinos y del Líbano. Los islámicos no tenían, hace veinte años, ni una pequeña organización entre los palestinos. Por otro, la influencia religiosa mayor de Irán se centra precisamente entre los chiitas irakíes y pakistaníes, y en un tono mucho menor, entre los islámicos saudíes, sirios o egipcios. Irán, tras la muerte de Jomeini, ha mantenido una prudente distancia de todos los conflictos. Por eso no se entiende que ahora se le quiera colocar en el ojo del huracán, a no ser que interese hacer explotar el polvorín del Cercano Oriente, para quedarse con todo el petróleo.