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El euro traiciona a Europa

El euro traiciona a Europa

El euro se ha convertido en el arma de destrucción masiva que amenaza con enterrar los sueños que llevaron a Robert Schuman y a los otros siete dirigentes políticos a crear el germen de una Europa unida.Si de algo podemos estar seguros, los que defienden la existencia y bondad del euro y aquellos que lo ven como la raíz de todos los males que nos acosan, es que si no existiera el euro, la crisis global de Europa, con su propia existencia como Unión en peligro, no tendría lugar.
El euro traiciona a Europa
Si la moneda única iba a ser el eje de la formación de la Unión Europea del siglo XXI, el euro ha traicionado a ese proyecto. El euro se ha convertido en el arma de destrucción masiva que amenaza con enterrar los sueños que llevaron a Robert Schuman y a los otros siete dirigentes políticos que le acompañaron en su empeño, desde Winston Churchill a Konrad Adenauer, pasando por Jean Monnet, Alcide de Gaspari, Paul Henri Spaak, Walter Hallstein y Altiero Spìnelli, a crear el germen de una Europa unida y en paz que enterrara de forma irreversible los egoísmos, las reivindicaciones territoriales, las luchas fratricidas y las ambiciones de líderes políticos basadas en ideologías totalitarias que habían arrasado el Continente con dos guerras calificadas de mundiales en apenas treinta años.

Aquel 9 de mayo de 1950 quiso ser el comienzo de una Unión que debía transformar a los pueblos, que debía hermanar a las naciones que acababan de destrozarse mutuamente en los campos de batalla. Quiso ser la primera piedra de una futura Europa sin barreras, ni fronteras, y si más justa, más libre; una Europa de los ciudadanos que sirviera de ejemplo al resto del mundo. Sesenta y dos años más tarde, una moneda está a punto de acabar con todo ello, dejando al viejo y gastado Continente más perdido que nunca frente a los nuevos y poderosos rivales que han aparecido en el escenario mundial. Es otra guerra, cruel como todas, menos sangrienta en nuestros territorios, sin cañones, pero igual de mortífera, con los mismos efectos sobre la gente, sobre las familias, sobre las personas que los que tuvieron las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o los bombardeos de la aviación alemana sobre Gernika.
¿ Por qué ha pasado?, ¿por qué nos hemos convertido los países y los ciudadanos de 17 o 27 países en súbditos amenazados por el monstruo que los dirigentes políticos empezaron a construir en 1979 y, como a Frankenstein, le dieron vida veinte años más tarde?, ¿debe morir el monstruo o debemos inmolarnos a este nuevo Molok que cada día se vuelve más implacable?. Cada una de las preguntas tiene varias respuestas, contradictorias, opuestas, polémicas, cargadas de medias verdades y medias mentiras, con defensores y detractores llenos de ideas y frases que hoy, en medio del vendaval, suenan en los oídos de la sociedad falsas, sencillamente falsas. Sentimos las mentiras, incluso en aquellas cuestiones y decisiones que consideramos necesarias. Las mentiras se suceden, las verdades se esconden. Nadie quiere ser el malo de la película, nadie quiere el papel de enterrador en esta película de terror que se exhibe cada minuto del día.

Si de algo podemos estar seguros, los que defienden la existencia y bondad del euro y aquellos que lo ven como la raíz de todos los males que nos acosan, es que si no existiera el euro, la crisis global de Europa, con su propia existencia como Unión en peligro, no tendría lugar. La crisis es global porque el euro es global, pese a que sólo lo utilicen 17 de los 27 miembros que la componen. No es un problema de Grecia, de Portugal, de Irlanda, de España o de Italia. Es de todos, les afecta a todos. De ahí el pánico, de ahí las actitudes de defensa nacionalista que se traducen en el crecimiento en las urnas de los extremismos más radicales. Ahí nace el miedo de Alemania, de Finlandia o de Francia. Saben que esa "peste" no se detiene en ninguna frontera pues éstas no existen, las derribamos hace más de una década y volver a levantarlas es difícil, muy difícil.

Si cada uno de los países que conservan su lengua, sus legislaciones nacionales, sus bancos nacionales, sus impuestos nacionales, sus partidos políticos nacionales, sus formas de ver la vida nacionales, siguieran con sus monedas nacionales habría problemas nacionales - no tan graves como los que se tienen hoy - con soluciones nacionales en las que las ayudas, los compromisos, los acuerdos serían más fáciles de alcanzar. Habría incluso más generosidad por parte de los que tuvieran mejor posición hacia los más débiles. Y desde luego, los tiburones financieros, los mercados especuladores, los ejecutivos avarientos y sin la menor de las éticas no actuarían de forma tan global y tan beneficiosa para sus intereses y sus bolsillos. El euro ha permitido ver la avaricia de forma global, y esa visión asusta y es complicada de combatir. Y mucho más cuando los liderazgos políticos, aquellos que se sustentan en la democracia parlamentaria y el voto ciudadano en las urnas, están débiles y se sienten débiles ante el poderoso y temible dios del dinero.

Lo diré de forma muy directa como contestación a las preguntas que planteaba: Europa no es un estado, ni una nación, ni un país, Europa era un mercado y desde el inicio del siglo XXI un mercado monetario. Han querido que en lugar de nociones políticas, sentimientos políticos, entendiendo estos sentimientos como un conjunto de ideas y proyectos en común, nos uniera el dinero, el instrumento de intercambio, y ni siquiera el euro en circulación, el que emite y controla el Banco Central, sino unos "derivados financieros", unos apuntes informáticos, unos papeles llamados bonos, warrants, obligaciones a los que se suponía respaldaba el euro. Y el euro se dejó engañar con la complacencia de todos, hasta que cebado como un cerdo llegó al matadero y nos ensangrentó a todos.

Mas verdades que se dicen con sordina, que recorren los pasillos pero que desaparecen de la boca de los dirigentes políticos y económicos: ninguno de los países arruinados, ninguno de los países a los que se quiere arruinar, ninguno de los países que practican el acoso y derribo de sus vecinos se va a salvar de la catástrofe. Todos saben - ellos, los dirigentes - que Grecia no puede pagar su deuda, ni ahora, ni nunca; y saben que ocurre lo mismo con Irlanda, con Portugal, con la España que ve como crece cada día sin que se acierte a decir no y se actúe de forma directa sobre los especuladores y sobre las famosas agencias de calificación, las tres hermanas perversas, que sólo se enteran de lo que quieren y cuando quieren en otro ejemplo directo de la indefensión y división de Europa.

No se puede pagar con dinero real lo que se compró con papeles sin valor real, en la mayor estafa piramidal que ha conocido la historia. No pueden pagar los países periféricos la deuda que han contraído con las complicidad de los que ahora señalan con el dedo, de igual manera que no la pudo pagar Alemania en los años veinte del siglo pasado, por más que se empeñaran las potencias vencedoras de la Primera Gran Guerra. Cuanto antes se acepte este hecho y se camine hacia el futuro sobre esa base antes encontraremos la salida. Una puerta, por cierto, que deben cruzar primero los políticos, por ser los máximos responsables del cataclismo, más por omisión que por acción, pero tan dolosa y culpable una como la otra.
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